viernes, 29 de mayo de 2015

Retrato de Jeff Koons, el artista más cotizado del mundo



En una esquina del estudio en el que el pintor y escultor Jeff Koons trabaja pegado al río Hudson a su paso por el barrio de Chelsea, un cartel advierte sobre una escalera de aluminio, de esas que venden en las ferreterías: “No tocar. Es una obra de arte”. Podría ser la broma de un empleado chistoso, de los que hay en cualquier empresa, aunque en esta, una factoría en la que trabajan “unas 160 personas” para hacer realidad los sueños salvajes del creador vivo más cotizado del mercado, el tono pareció un tanto serio el día de la visita, primer miércoles del año realmente primaveral en Nueva York. Tal vez el objeto se prestara a una de esas crueles ironías que hacen de cierto arte contemporáneo un asunto más bien risible para la gente corriente, si no fuera porque es, en efecto, parte de una de las carismáticas esculturas de Koons: Caterpillar Ladder (2003). En ella, un insecto hinchable se inclina burlón, encajonado entre los peldaños tercero y cuarto de la dichosa escalera.
La pieza pertenece a la serie Popeye, con la que a principios de siglo el artista elevó a nuevas cotas su amor por la banalidad y lo kitsch, los clichés del arte pop y la cultura de masas, el viejo truco duchampiano del objeto encontrado y los juguetes inflables para niños. Un universo inconfundible y controvertido que el Museo Guggenheim de Bilbao acogerá a partir del 9 de junio. Será la última parada del triunfante viaje de la retrospectiva (la primera digna de ese nombre consagrada al escultor desde su irrupción en escena a finales de los setenta) que el Whitney Museum of American Art de Nueva York le dedicó el año pasado, y que más tarde recaló en el Centro Pompidou de París.
El día de la entrevista, 29 de abril, fue el siguiente al cierre de la escala francesa, que acabó, como es habitual en Jeff Koons (York, Pensilvania, 1955), en récord: 650.045 entradas vendidas convirtieron la exposición en la más exitosa de un artista vivo en las casi cuatro décadas de historia de la institución. Al conocer las cifras, Koons, impecablemente vestido con traje a medida y sonrisa de acero inoxidable, material de su predilección, quiso saber si había batido al maestro Dalí, a quien conoció en los años setenta, cuando su madre convenció al tímido chaval de que llamara al hotel St. Regis y preguntara por la habitación del artista español. No pudo con él: la retrospectiva del genio surrealista convocó hace un par de años más de 790.000 visitas. Tan inasequible al desaliento como su propia obra, Koons se excusó: “Quizá [mi exposición] no se ha celebrado en la época de mayor turismo en la ciudad, aunque los números son muy buenos”.
Tal y como le van las cosas últimamente, y dada la obsesión de la cultura contemporánea por medirlo todo y batir marcas, cabría entender su adicción al superlativo. El mismo año del hito daliniano, Koons vio cómo uno de sus Balloon Dog, una escultura de tres metros de acero pulido pintado de naranja, inspirada en uno de esos perritos que arman en un santiamén los animadores de las fiestas de cumpleaños infantiles, se convertía en la pieza más cara de un artista vivo adjudicada en subasta (por 52,3 millones de euros al cambio actual). Poco después, nuestro hombre pasó a ser el primer creador al que el Whitney dedicó tanto espacio expositivo, cinco de las seis plantas de su vieja y venerable sede en la avenida Madison, construida en 1966 por Marcel Breuer con sequedad modernista.
Para celebrar que aquella sería la última exposición antes de la mudanza de la institución al luminoso edificio que, con mediterránea generosidad, ha proyectado Renzo Piano en el antiguo barrio de los mataderos en el bajo Manhattan, no lejos del estudio del escultor, Koons dio por terminada su obra más ambiciosa hasta la fecha: Play-Doh (1994-2004), recreación de cuatro metros de envergadura de un montón de plastilina a cuyo perfecto acabado en aluminio ha dedicado 20 años. Para el artista, Play-Doh encierra la razón de ser de su trabajo. La inspiración llegó cuando regaló a su hijo de cinco años, Ludwig, fruto de su primer matrimonio, un bote de plastilina. “El niño hizo un montículo y dijo: ‘¡Papá!’. Cuando me di la vuelta, me miraba con los brazos extendidos. Exclamó extasiado: ‘¡Uala!’. Y me pareció perfecto, maravilloso. Me di cuenta de que aquello era lo que había perseguido toda la vida. Era un gesto trascendente y no admitía juicio alguno. Estaba lleno de posibilidades y rebosante de futuro. ‘Eso es precisamente el arte’, me dije”.
La pieza, que requirió el desmontaje de las puertas para entrar en el museo neoyorquino, no viajará, por razones obvias, a Bilbao (y no es solo una cuestión logística; ya está en las pacientes manos del fiel coleccionista de Los Ángeles Bill Bell, que la compró sobre plano). “Aunque sí lo hará la pintura del mismo nombre, con la que es posible hacerse una idea bastante aproximada de lo que quería expresar”, explica Koons, que habla bajo y se muestra tan amable y sin aristas como él desearía que el mundo contemplase su carrera.
Para la entrevista, se sienta en la mesa corrida de formica que es su lugar de trabajo, donde un gigantesco ordenador escoltado por una de sus características bailarinas sustituye a los clásicos utensilios de artista; no hay rastro de paletas, mandiles llenos de churretones de pintura o bloques de mármol. El jefe comparte el espacio con media docena de asistentes, que continúan con su trabajo en silencio. Parecen algo así como su guardia pretoriana, cuando no su memoria exógena. Si fallan los recuerdos (número de obras de una exposición, tal o cual nombre de galerista), el artista recurre a Lauran, una chica llegada desde Dakota del Sur directamente a la cúspide del arte contemporáneo, o a Gary, con su aspecto de matemático anacoreta. El espacio es un generoso cubo blanco lleno de cacharros inmediatamente reconocibles para cualquiera familiarizado con su trayectoria. Desde hulks y delfines inflables hasta las esferas azules reflectantes que habitualmente sirven de adorno en los jardines del gran suburbio americano, pero que él coloca sobre esculturas de corte clásico en Gazing Ball, su producción más reciente. La idea surgió de un regalo de su anciana madre, que aún vive.
En la habitación contigua se trabaja en perfeccionar diseños en tres dimensiones. Al final del pasillo a la izquierda está el taller de pintura, donde 17 personas copian obras maestras para la próxima exposición de Koons en la vecina galería Gagosian de Chelsea. No es posible, advierten, tomar imágenes o escribir sobre ese cuerpo de trabajo aún en proceso y todavía secreto. Más allá de la cocina para empleados se encuentra uno de los dos talleres de escultura. Para llegar al otro, una nave inmensa con olor a productos químicos en la que reina, esta vez sí, el bullicio que uno asociaría al estudio de un artista, hay que bajar la Calle 29 hacia el río. Koons calcula que en esta pequeña ciudad, que pronto cambiará por otra (“un estudio que pueda construir de cero y en el que la comunicación entre las distintas divisiones sea más fluida”), trabajan “unas 160 personas”.
A estas hay que añadir las “cerca de 30” que tiene empleadas en una factoría de su propiedad en Pensilvania dedicada a la confección de sus esculturas de piedra. “Además hay una empresa, Arnold, con unos 100 trabajadores en Alemania con la que trabajo muy estrechamente”, añade. A la pregunta de por qué clase de jefe se tiene a sí mismo, responde: “Soy bastante exigente, pero al mismo tiempo doy a la gente espacio para que se desarrolle y participe en la mejora del sistema y en el aseguramiento de la realización de mis deseos”. Después, una de sus trabajadoras –en la compañía desde hace “una década”, cuando “solo” eran 40 empleados– explicará que “la mayor parte” lleva muchos años con Koons. “Eso te da una idea de cómo es el ambiente y cuáles son las condiciones aquí”.
Esta manera de organizar la tarea, ciertamente más fordista que aquella de los lobos esteparios del expresionismo abstracto (Pollock, Kline, Rothko y el resto de los machos alfa del gesto individual), se da con frecuencia en la parte alta del sistema del arte; Damien Hirst u Olafur Eliasson son otros rentables creadores con una legión de ayudantes. Koons explica que trabaja con toda esta gente “como quien lo hace con los dedos de la mano”. “Yo soy responsable de cada detalle del proceso. Todo pasa por mí. Cuando una pintura está terminada es exactamente como yo deseaba que fuera. No hay posibilidad de que se mezcle la subjetividad de ninguno de los empleados. Nadie cambia ni una pizca un color o el sentido de una composición. Vengo a trabajar todos los días, necesito estar encima. Tal vez suene muy sofisticado, pero en realidad no ha cambiado en absoluto durante siglos”.
El escultor defiende que, pese a las recurrentes comparaciones, su factoría no tiene mucho que ver con la de Andy Warhol (“nunca la visité, pero he leído acerca de ella”), sino más bien con los talleres de artistas como Tiziano o Rubens (de quienes atesora gruesos catálogos en la oficina).
Es cierto que la producción de Koons es menor que la de la leyenda del pop, apóstol del sucedáneo y de la producción en serie. El ritmo de generación de obras, que oscila entre 6 y 7 pinturas y entre 15 y 20 esculturas de media por año, queda ralentizado por la obsesión por la perfección pulida y la búsqueda del material idóneo y el equilibrio, concepto que le sirvió para titular la serie con la que a mediados de los ochenta cambió su suerte y en la que contó con la ayuda del Nobel de Física Richard P. Feynman para hacer flotar un balón de baloncesto en la mitad exacta de un tanque con agua dulce y salada.
A la luz de tanto abrumador dato, parece obvio que el sostenimiento del tinglado requiere de ciertas dotes de hombre de negocios y probadas aptitudes comerciales, aunque Koons lo niegue. “Yo me definiría más bien como alguien autosuficiente. No es un negocio, sino la mera responsabilidad de ser el mejor artista que pueda ser. Siempre he sentido que si trabajaba para la sociedad, esta me correspondería y me permitiría conseguir mis objetivos”.
Varios hechos biográficos invitan a tomar con escepticismo sus palabras: Koons es uno de los pocos grandes nombres del negocio en trato simultáneo con dos de las galerías más importantes (y enfrentadas) de Nueva York: además de Gagosian, expone con David Zwirner. También, por razones sentimentales, sigue unido a la galería de la fallecida Ileana Sonnabend, su marchante en los años del primer boom, que, ahora en manos de Antonio Homem, mantiene un perfil bajo en el ámbito privado. Y su capacidad para vender quedó probada muy pronto; a finales de los setenta trabajaba para ganarse la vida en el servicio de membresías del MOMA (“de noche y durante el fin de semana era artista”, recuerda), aunque, debido a su aspecto excéntrico, que adornaban chalecos multicolores y flores, tenía que dejar su puesto cuando venían los peces gordos para evitar ahuyentarlos. (Obviamente, eran los mismos peces gordos que después pagaron millones por sus piezas).
En la gran mitología de Koons destaca aquella temporada en la que ejerció de bróker en Wall Street para recuperarse de su primer fracaso profesional. La exposición en 1980 de su serie The New, guiño efímero al minimalismo en el que colocó costosas aspiradoras industriales en vitrinas de metacrilato iluminadas desde abajo por fluorescentes, le condenó a la ruina. Volvió para lamerse las heridas a casa de sus padres, quienes se habían mudado a Florida desde York (Pensilvania), donde el chico creció feliz como el hijo de un decorador y una costurera. “Aquel fue el peor momento de mi carrera; simplemente, no había coleccionistas para lo que yo hacía”, recuerda. De vuelta en Nueva York, Koons acudió al mercado de futuros para financiar sus aventuras en el arte pop.
No fue aquella la última vez en la que el púgil mordió el polvo. A principios de los noventa, el ya cotizado escultor se casó con Ilona Staller, Cicciolina, estrella del porno, cantante y parlamentaria italiana de origen húngaro. Juntos protagonizaron uno de los proyectos más controvertidos de su tiempo: Made in Heaven (1989-1991), serie de pinturas y esculturas de cristal, plástico, madera y mármol en las que la pareja practicaba sexo con la crudeza, sofisticada e irreal, de una película X de la época. El resultado recibió las críticas más duras de una carrera jalonada de despiadados descuartizamientos. Michael Kimmelman definió a Koons en The New York Times como “un oportunista, un traficante de publicidad que fusiona su vida y su obra de un modo que precipitará esa autodestrucción que parece su sino”, mientras que Robert Hughes, tal vez el crítico más popular de su generación, escribió: “Dada su sobreexposición, [su trabajo] no pierde nada cuando se reproduce, pero tampoco gana al contemplarse en la versión original”. La práctica de utilizarlo como el pimpampum favorito del arte así llamado “serio” no ha decaído, si bien la recepción de la retrospectiva fue más considerada que tradicionalmente. “No estaba acostumbrado”, admite él.
Los críticos son críticos y su trabajo es odiar las cosas”, opina con logrado acento de excéntrico inglés sir Norman Rosenthal (1944), comisario independiente, jefe de exposiciones de la Royal Academy de Londres entre 1977 y 2008 y autor de un libro de conversaciones con Koons publicado en 2013 por Thames & Hudson. Ambos se conocieron en 1982, cuando el primero era un comisario asociado al resurgir de la pintura. “[La galerista] Ileana Sonnabend me dijo: ‘Norman, hay un nuevo zeitgeist’, me cogió del brazo y me llevó a conocer a un nuevo escultor al Lower East Side, que, créame, era un sitio bastante diferente del que es ahora”, recuerda. “Jeff, por el contrario, no ha cambiado mucho desde entonces, él solo quiere ver a la gente sonreír. Es una persona increíblemente positiva y siempre busca la perfección, la persigue hasta el límite de lo imposible. Todos andan empeñados últimamente en que el arte resuelva los problemas de este mundo, pero él no pretende eso. Cuando fui a su exposición en Versalles [celebrada, entre la polémica, en 2008], vi a miles de turistas sonriendo, disfrutando. ¿Cuántos artistas son capaces de algo así?”.
Tal vez no resulte extraño que “aceptación” sea uno de los conceptos más recurrentes en el discurso de Koons, que explica que el tema central de su obra es “la filosofía, las sensaciones y la trascendencia”. ¿También en piezas como Michael Jackson and Bubbles, su célebre retrato en porcelana de la estrella del pop y el chimpancé que le hacía compañía? “Claro que sí. Tiene la misma estructura triangular que la Piedad de Miguel Ángel. En ella, ­Jackson está tratado como un sujeto de autoridad casi religiosa. Habla sobre cómo el arte puede colmar todas nuestras necesidades físicas y espirituales”. Más allá de las ventas millonarias, de las colaboraciones con Lady Gaga, BMW o el grand cru Mouton Rothschild (cosecha de 2010), el artista cree que todos sus problemas quedarían resueltos si aparcáramos nuestra tendencia a emitir veredictos. O en palabras del teórico pop Arthur Danto: “A todo el mundo le gusta el arte de Jeff Koons salvo a aquellos a los que les educaron para que no les gustara”. “Me siento parte de un linaje de vanguardia que clama por la muerte de los juicios”, explica el escultor. “Más bien, de los prejuicios negativos. Y cuando pretendes algo así, es lógico que te enfrentes a los críticos. Una mala crítica encierra las inseguridades de quien la escribe. Pero yo estoy a favor de aceptar las cosas tal y como vienen; todo me parece perfecto en su propio ser”.
Los vituperios de un puñado de académicos no fueron, con todo, lo peor de su historia con Cicciolina, episodio que es inevitable contemplar como la relación de un artista con un objeto encontrado. Aquello multiplicó la fama de Koons, cargó su obra de connotaciones sexuales y dio como fruto a un hijo, Ludwig, nacido cuando la pareja ya se había separado en 1992. La cosa acabó en los tribunales; Staller se llevó al niño a Italia; él la acusó de secuestro; litigó por recobrar al pequeño, cuya custodia obtuvo, aunque no sirviera de nada, y fundó The Koons Family Institute, que aún prosigue su tarea asociado al Centro Internacional para Niños Desaparecidos y Explotados. El artista quedó en los límites de la bancarrota debido a los costes de la batalla legal sumados a los de su ambición creciente, plasmada en las gigantescas esculturas de acero pulido y formas fálicas (“en lo fálico se funde lo femenino y lo masculino”) de Celebration: perritos, huevos y tulipanes con los que pretendía mandar un mensaje de amor al pequeño Ludwig.
Como corresponde al perfecto cuento moral estadounidense, Koons fue capaz de levantarse y rehacer su vida con la ayuda de sus fieles coleccionistas, entre los que se encuentran los magnates François Pinault, Dakis Joannou, Peter Brant y Eli Broad. Se casó con la artista sudafricana Justine ­Wheeler, a quien conoció como trabajadora de su estudio. Tienen seis hijos (Koons es padre de ocho; además de Ludwig, tuvo otra niña en sus días de estudiante en el Maryland College of Art que fue dada en adopción). En cierto modo, el artista, que reparte sus días entre la casa de Manhattan y la granja en Pensilvania que era de sus abuelos maternos y él recompró en 2005, ha logrado reproducir el sólido ambiente familiar que disfrutó en su York natal antes de que el chico marchase a estudiar arte, primero en Baltimore y luego en Chicago. El último ajuste de cuentas con sus horas más bajas de los noventa bien podría ser la retrospectiva planeada en Bilbao. Una de las mayores frustraciones de su carrera llegó el día en el que primero se pospuso y finalmente se canceló el proyecto de exponer en 1996 en la sede neoyorquina del Guggenheim debido al coste excesivo de la operación y a severos problemas técnicos. Dos fantasmas que sobrevuelan sus proyectos con cierta recurrencia y que fueron invocados con motivo de la reciente cancelación de la exposición de sus esculturas en las galerías del XIX del Louvre que debía redondear su consagración parisiense. La fiesta quedó también empañada por la retirada de dos obras del Pompidou por sendas acusaciones de plagio: Fait d’Hiver (1988), supuestamente copiada de un anuncio de Naf Naf, y Naked (1988), cuyos derechos de autor reclama la viuda del fotógrafo Jean-François Bauret. “[La retirada de las obras por parte del museo] no fue muy afortunada”, opina Koons, que se ha enfrentado a acusaciones de ese tipo con anterioridad. Aun admitiendo las similitudes, sus defensores recurren al concepto de la apropiación, práctica consustancial al arte desde las primeras vanguardias. Ambas obras forman parte de la serie Banality, en la que el artista partió de “imágenes que veía en revistas o en postales y que montaba para producir” sus “propias creaciones”.
Ninguna de esas piezas estará en el ­Guggenheim. “Nunca estuvo previsto que vinieran”, aclara Lucia Agirre, una de las comisarias de la cita bilbaína, que cuenta con el patrocinio de la Fundación BBVA para la exposición de 96 obras provenientes de 52 prestadores de colecciones (en gran parte privadas) europeas y estadounidenses. Agirre ha trabajado con el comisario de la muestra del Whitney, ­Scott Rothkopf, un joven de 38 años que, según cuenta en un correo electrónico, conoció al artista en 2001 en un “debate sobre Roy Lichtenstein”. “Quería organizar una gran muestra [en honor al escultor] desde hacía más de una década, cuando aún era un estudiante [de Harvard]. Otros museos de Nueva York lo habían intentado, pero les resultaba demasiado complicado, debido a la fragilidad de las piezas y el precio de los seguros. Creo que Jeff tampoco estaba listo”.
La escala bilbaína será la más generosa en metros cuadrados (3.500, frente a los 2.500 de Nueva York y los 2.000 de París). “Y además somos los únicos que contaremos con Puppy”. Existe una copia de artista en la fundación Brant (Connecticut) de la famosísima escultura de un fiel perrito guardián del edificio de Frank Gehry, realizada con una estructura de acero inoxidable y miles de plantas en floración, pero el original pertenece a la colección del Guggenheim Bilbao (que también cuenta con unos multicolores tulipanes de acero). Rosenthal recuerda que cuando la obra fue presentada por primera vez como parte de la Documenta de Kassel de 1992, se sintió tan impresionado que le dijo a su autor: “Si fuese Luis XIV, ahora mismo te haría marqués. Pese a las críticas, de aquel certamen solo Puppy quedó grabado en mi memoria”.
Se podría decir que la mascota cumplió una curiosa e inesperada función al actuar de caballo (perrito) de Troya en cuyo interior viajaba la reconciliación entre la ciudad, hasta entonces poco familiarizada con el arte contemporáneo, y el extraño artefacto de titanio que aterrizó un buen día junto a la ría del Nervión. Y si se obró el milagro, se debió en parte gracias al icono amable de Puppy, obra que, según el relato colectivo que la ciudad se cuenta a sí misma, se quedó por aclamación popular (aunque en realidad su permanencia estuviera prevista desde el principio).
A Koons, la pieza le trae también recuerdos menos agradables. El 13 de octubre de 1997, el artista se hallaba en Bilbao para supervisar los últimos retoques de la instalación del perrito, cuando ETA asesinó al ertzaina José María Aguirre, de 35 años, en las inmediaciones del museo. El policía recibió varios disparos desde el interior de una furgoneta de jardinería que le resultó sospechosa. Los terroristas formaban parte de un comando que tenía planeado hacer estallar varios artefactos explosivos en la inauguración de la institución. En ese instante, Koons estaba en el servicio de una cafetería situada en la plaza que después llevaría el nombre del agente asesinado. “Escuché varios ruidos secos y automáticamente todo el mundo se echó al suelo. Me impresionó muchísimo, yo nunca había escuchado un disparo, y eso que he vivido media vida en Nueva York. Aquella gente estaba extrañamente familiarizada con el horror. Con mi asistente, nos montamos en un taxi, fuimos al aeropuerto y cogimos el primer avión a Nueva York, sin pensarlo”.
El museo se inauguró cinco días después sin la presencia de Koons.
Por Puppy, la colección Guggenheim Bilbao pagó 1,2 millones de dólares (1,07 millones de euros). Se calcula que en el improbable caso de buscar un comprador, la florida escultura lo hallaría por unos 50 millones de dólares. Koons es uno de los principales protagonistas de esos titulares que hablan del exorbitante boom en el mercado del arte. El artista cree que el fenómeno es “fantástico, maravilloso”. “Me educaron para ser ­autosuficiente, así que nunca pensé demasiado en el dinero, siempre que tuviese lo suficiente para ocuparme de mí mismo y de los que me rodean. Solo me interesa saber si seré capaz de hacer tal o cuál proyecto, de mantener el estudio como está”. No parece preocuparle la paradoja que encierra el hecho de que mientras el mercado del arte rebosa de millones, los museos sean entes cada vez más empobrecidos, sin medios para pagar las fortunas que cuestan sus piezas. ¿En qué lugar dejará eso a su obra para las generaciones venideras? “No creo que hayan cambiado tanto las cosas”, responde Koons. “El trabajo de Picasso o Dalí era caro en su época y la mayor parte de las obras las compraban patrones del arte que luego las donaban a los museos. Eso aún sucede hoy. Es innegable que el mercado ha explotado, pero el arte siempre ha sido una mercancía interesante para el poder económico. Leonardo da Vinci era un hombre muy rico, como Rubens y todos los pintores cortesanos”.

Para la exposición inaugural del nuevo Whitney, que propone un repaso a un siglo de arte estadounidense bajo un título prestado del poeta Robert Frost, America is Hard to See (América es difícil de ver), la comisaria Donna de Salvo ha escogido una de sus tempranas piezas de aspiradoras. El gesto sirve para subrayar lo mucho que ha cambiado la escena del arte en Nueva York desde los tiempos en los que Koons las expuso por primera vez en un escaparate del New Museum of Contemporary Art (que también mudó recientemente su sede a un reluciente edificio con pedigrí arquitectónico). Un poco más allá, en otra de las amplias salas con olor a nuevo cuelga Untitled (Jeff), obra de 2004 en la que el artista Adam McEwen imagina cómo sería la necrológica de Koons en The New York Times. Con el tono entre solemne y emocionado de la prosa elegíaca del venerable rotativo, McEwen escribe: “Predicó un arte para las masas (…) y superó las diferencias entre el buen y el mal gusto (…) con un trabajo que hablaba elocuentemente del deseo, el sentimentalismo y la muerte”.
Koons encajó la broma pesada con la misma sonrisa de siempre. Tal vez porque parece perpetuamente convencido de que lo mejor está aún por llegar. Cumplidos los 60 en plena forma (gracias a un estricto régimen de ejercicio físico; asegura que es capaz de levantar 150 kilos de peso muerto), insiste en su rendida admiración por el estilo tardío de Picasso, como quien desea mirarse en el espejo de la madurez del genio. Y confía en que más allá de “las limitaciones inherentes al ser humano, le aguarda un estado superior de sabiduría”. Entre sus planes figura culminar su proyecto más ambicioso: una estatua pública formada por un tren en movimiento colgado de una grúa de 49 metros de altura, cuya colocación ha estado planeada (y después cancelada) en Los Ángeles, Nueva York o París.
Cuando, al final de la charla, llegue la pregunta de si se arrepiente de haber sido pionero de muchas de las cosas (el culto a la fama, el abuso de la publicidad, el coqueteo con las marcas de lujo…) que hoy definen el mundo del arte, la sonrisa quedará por primera vez congelada en un rictus de extrañeza. “No, en absoluto. ¿Por qué iba a estarlo?”.

La muestra ‘Jeff Koons. Retrospectiva’, patrocinada por la Fundación BBVA, se inaugura en el Museo Guggenheim de Bilbao el 9 de junio.

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