Hay bares a los que esa denominación les viene pequeña, como un traje que se les quedó estrecho hace tiempo. El Muga, en la calle María Muñoz de Bilbao, es un ejemplo obvio. La manera fácil de catalogarlo es como garito de rock and roll, pero su actividad en ese terreno va mucho más allá de los discos que suenan: hablamos del corazón de la escena bilbaína, un lugar donde se han vendido incontables maquetas, fanzines y entradas para conciertos. Con los carteles que han forrado sus paredes, se podría componer una historia completa y detallada de la música en directo en Euskadi. Y, además, está la comida: las hamburguesas, las abundantes raciones de patatas, los bocadillos de suculenta sofisticación y, cómo no, esas pro- puestas veganas que han convencido a tantos escépticos de que lo vegetal también puede saber muy rico.
Por mucho que él se esfuerce en despersonalizar el mito, el Muga es indisociable de Juan Carlos Bilbao, el tipo que lo abrió hace treinta y tres años y que ahora lo abandona por voluntad propia, pero también con cierto vértigo y algunas -bastantes- lágrimas. El Muga abrió el 4 de mayo de 1984, a las siete y media de la tarde: Juan Carlos, que antes trabajaba en la taberna Plaza Nueva, había logrado hacerse con el espacio del bar Mikeldi, que se había quedado libre a raíz de las inundaciones. «Este es un local especial, tiene magia. Fue imprenta: aquí se tiraba el periódico ‘Euzkadi’, del PNV. Durante veintiún años fue el Mikeldi, bar emblemático especializado en redadas de la Policía Nacional. Y después ha sido el Muga. No sé si algún tipo de energía subterránea le da vida». Más allá de que el Mikeldi tuviese cierta tendencia a montarlas muy gordas, lo de las redadas tiene una explicación sencilla: justo delante estaba la comisaría del Cuerpo Nacional de Policía, y de hecho el Muga se llama así por esa condición fronteriza con el imperio de la ley. «Durante años tenía todos los días dos furgonetas delante del bar. Debe de haber una generación entera de nacionales que se saben todas las canciones de Kortatu y Eskorbuto».
El bar nació con buena estrella. «Abrimos el 4 de mayo. El 5, el Athletic ganó al Barcelona, con gol de Endika. Y el 7 salió la gabarra. Fueron unos cuantos días de locura impresionante. Gracias a aquello seguimos aquí: yo debería haber fundado el club de fans de Endika». Tras el empujón inicial, el Muga estaba llamado a convertirse en un referente, hasta el punto de apoderarse de la identidad de su fundador, a quien todo el mundo se refiere como Juankar Muga. Las acuarelas de detrás de la barra, pintadas por Ángel Villaverde, dan una idea del ambiente colorista y efervescente de aquella época, cuando Bilbao vivía su versión muy particular de la Movida. «Era el 84, todavía nos creíamos que lo podíamos conseguir todo», resume el hostelero. La galería de pinturas retrata a la clientela original del bar, en un batiburrillo tribal donde conviven rockers, punks y hasta monjas. Juankar escruta a través del tunel del tiempo y se pone a identificar personajes: «Ese es Gayun, que fue camarero aquí, esa es Soraya, el de la chupa azul y amarilla es Javi Psycho, el rubio rodeado de chicas es el propio Villaverde, ese de rojo en una esquina soy yo... Lo mejor de todo es que, treinta años después, sigue viniendo gente que se parece a esta». ¿Y la monja? «Yo siempre he dicho que la monja no es una monja, sino un ‘secreta’. Teníamos muchos».
Loquillo se queda fuera
Juankar empezó con cinco discos, entre los que figuraban uno de La Otxoa y otro de Silvio Rodríguez, pero el rock pronto se adueñó sin remedio del ambiente. ¿Qué es lo que más ha sonado en el Muga? «Por supuesto, Ramones, pero también los Rolling Stones, los Who, los Clash, Eskorbuto, Kortatu, Siniestro Total, Golpes Bajos, los Pleasure Fuckers del señor Kike Turmix, los Bonzos, Los Clavos, Inquilino, Platero, Cápsula... En el Muga siempre ha habido mezcla sin fricciones». En la memoria sentimental y a menudo borrosa de una generación, el Muga suele estar ligado al desaparecido Gaueko, el bar alicatado de la calle Ronda que simboliza la intensidad de aquellos años, y ese vínculo no es solo un eco de tantas noches que arrancaron en uno y acabaron en el otro: «Titi pinchó aquí y luego pasó al Gaueko. Yo allí he servido copas, he barrido, he montado y desmontado escenarios, hasta he hecho de vigilante en la puerta y no he dejado entrar a Loquillo», se ríe Juankar, que tuvo su fase de promotor: resulta obligado mencionar el Bilbao Acción Rock, aquel evento de 2003, con siglas tan fáciles de recordar, que fue el primer gran festival al aire libre en la capital vizcaína.
Juankar, de 56 años, insiste en que el Muga no lo ha levantado él, sino la gente: «Me atribuyen el mérito, pero he tenido mucha suerte. Es como si hubiese hecho un ‘casting’, tanto para los de un lado de la barra como para los del otro». Estos días, mientras recogía material del bar, no dejaban de entrar parroquianos para despedirse: «La gente me ha demostrado cariño... ¡a pesar de mi carácter, ja, ja...!», agradece, con su tono de cascarrabias sentimental. ¿Y ahora qué? ¿Qué quedará del viejo y entrañable Muga tras el traspaso? «No se trata de dejarlo todo atado, porque la criatura tiene que coger nueva vida, pero tampoco quería pasar por delante y ver una franquicia. Evidentemente no va a poder seguir siendo igual, pero mira también cuánto ha cambiado en este tiempo: tantos años intentando ser un bar punki y, ahora, todos traen a los hijos y está lleno de niños».
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