Jeff Koons asombró al mundo y ese asombro le hizo entrar en el mercado del arte como un nuevo Rey Midas. Y se convirtió en uno de los artistas más ricos del planeta. Consumir es existir, y el existencialismo es consumismo, y los únicos que no consumen son los muertos. El arte escultórico de Koons practica una suerte de comedia narrativa que se basa en el júbilo inocente y en la monumentalidad.
En
la web de Koons se pueden ver sus primeras obras de finales de los años setenta: allí hay tostadoras, teléfonos, humidificadores y aspiradoras adornados por la luz del neón. Una aspiradora contiene millones de enigmas encadenados. Koons subvierte la idea de lo superfluo. En Koons hay siempre una exaltación de la inocencia, que esconde una perversión. Es un arte de lo colectivo. Rechaza el intimismo. Abraza el Pop, porque el Pop ha sido y es la épica de la cotidianidad de nuestra civilización.
Su escultura se basa en la reinterpretación de los muñecos icónicos del Pop. Reduce el mundo a muñecos. No existen los personajes ni los dramas. Koons ve muñecos felices, raptados por un éxtasis de color y de alegría. En la pintura Cake se celebra la pastelería industrial, las rosas de mantequilla y el papel de envolver. La escultura Balloon Dog persigue la infantilización del mundo animal. Koons ensancha la Naturaleza. Allí donde la Naturaleza creó seres simples y toscos como un perro, Koons esculpió la alta celebración del color y la materia.
Es verdad que Koons tiene que ver con Warhol, pero Koons no imita a Warhol. Camina por una senda parecida: la de devolver al arte su capacidad para la representación pura y emocionante de la refundación de la cotidianidad.
La mirada inocente de Koons es de origen político. La política trabaja con los inocentes. Nosotros somos los inocentes. Koons triunfa porque su arte evita el conflicto. Todos queremos evitar el conflicto, sea este de la naturaleza que sea. No hay dolor ni sufrimiento en Koons. La escultura El oso y el policía (1988) busca la infantilización de la realidad y apuesta por una visión utópica y naif de la autoridad. En vez de criticar el poder, lo transforma en un cuento de hadas dulces y encantadoras.
Ni delirio ni ocurrencia
Warhol era más fotogénico que Koons. El ciudadano Koons tiene la misma sonrisa de uno de sus muñecos. Koons siempre sonríe, como el Joker de Batman interpretado por Jack Nicholson. Koons está en armonía con sus muñecos y con esa utopía angelical y kitsch de su pintura. Koons viene a decirnos algo así como que más vale ser un muñeco que un don nadie. Allí está la grandeza metafísica de Koons: nos devuelve convertida en arte nuestra estupidez colectiva, nuestra inanidad humana. Bajo el capitalismo, todos somos muñecos, y es mejor eso que estar muerto. Celebrémoslo. Porque el arte de Koons representa la mayor elevación estética a la que ha asistido la clase media occidental en los últimos años.
Koons llega a un grado de celebración de la materia que consigue la fusión entre lo monumental y lo superfluo. Y todo es inteligible. Cualquier ser humano entiende a Koons. La elementalidad de las formas de su escultura es capaz de cifrar misteriosamente la complejidad de todas nuestras más escondidas mociones. Porque el culto a la frivolidad que hay en la obra de Koons no es ni delirio ni ocurrencia. Un electrodoméstico o un balón de rugby o un sándwich no son superfluos. Nada es importante o bien todo es importante, según Koons. O mejor aún: nada es importante salvo el éxito.
Koons está en perfecta comunicación con la ideología de su tiempo. Las esculturas de Popeye o Michael Jackson son trascendentales porque son reconocibles y exitosas, y además están inspiradas por la ternura, la dulzura y la inocencia, tres valores emocionales en alza. No existe la superficialidad, o mejor aún: la superficialidad y la profundidad son solo construcciones culturales que no obedecen al instinto de la vida. Koons sí es fiel a ese instinto.
Koons y la crema de cacahuete
Incluso la inocencia puede convertirse en subversión. Tanto en la pintura como en la escultura de Koons predomina el instinto sobre el pensamiento. De ahí que haya levantado polémica en el mundo del arte. Es un gran innovador. Hasta innovó en el matrimonio, cuando se casó con la actriz porno Cicciolina. Fue un matrimonio que cuadra dentro de la estética Koons. Convirtió a Cicciolina en un muñeco más de su vasta imaginación. Se retrató con ella haciendo el amor. ¿Pero realmente lo hacían? Me refiero a si hacían el amor ¿Fornican los muñecos? No era sexo explícito, como se dijo, sino una coronación del sexo falso. Era sexo kitsch. Era un simulacro almibarado del sexo explícito.
Koons es complejo, frente a lo que sostienen sus detractores. Koons no es gris. Koons siempre utiliza la sonrisa como un cuchillo hermético. Su marca de fábrica es la sonrisa tan inane como terrorífica. Koons retrata el vacío general del mundo, que está poblado de muñecos sonrientes y distópicos. Y sobre ese vacío hace renacer una inocencia que sabe a crema de cacahuete.
Hay
un vídeo en YouTube en donde se nos cuenta cómo se trabaja en la gran Factory de Koons. Parece una gran empresa de diseño. Pero lo que produce esa Factory es materia completamente inútil. Se ve a un montón de gente fabricando un voluminoso delfín de acero y aluminio cuya utilidad es ninguna. Conmueve ver a tanta gente entregada a la inutilidad. Conmueve que la inutilidad absoluta cueste millones de dólares.
El mundo escultórico y monumental de Koons, como ese gigantesco Puppy, es un gran himno al trabajo que no tiene sentido industrial sino artístico, y por tanto especulativo. ¿Qué hacer con los muñecos de Koons? No sirven para nada, y sin embargo cuestan millones. Que alguien se haga inmensamente rico con la especulación legítima del arte, y no con la ilegítima del capital, fascina. Todo lo real es consumible, y todo lo consumible es real.
Cuando Jeff encontró a Koons
LAURA REVUELTA
Jeff Koons. «Retrospectiva». Museo Guggenheim-Bilbao. Hasta el 27 de septiembre//. Me lo he pensado mucho, y lo más fácil sería pinchar uno por uno los globos de Jeff Koons, pero no me da la gana. Una cuestión de rebeldía fundamental para salirme de la manada. Me lo he pensado mucho, porque con Koons resulta bien sencillo echarse al monte de los despropósitos. Él, o sus cosas, a ratos pueden parecer un despropósito, pero mucho más digeribles que la seudo profundidad seudo pedante en nuestro seudo mundo de seudo ombligos vociferantes. He aquí un alegato contra las causas perdidas que le echan en cara. Los diez mandamientos anti Koons se resumen en dos: un producto del mercado, y todo por unas vistosas cagadas de colores.
Juro que a ningún artista de los que conozco, y son unos cuantos, le amargaría el dulce de llenar la cuenta con muchos ceros. Bien para reinvertir en su propio negocio, léase su obra, y expandirse en los medios y en los modos, o para vivir como un marqués. La primera opción tendría más adeptos porque equivale a convivir con el diablo del éxito sin vender el alma. Yo voto por vivir como un marqués(a) o como un ejecutivo bien plantado a sus sesenta años, que es lo que parece Koons. Antes cínica que hipócrita. Entre otras razones, porque un artista da de sí en su devenir un solo instante de esa pizca que se entiende por sublime. Lo demás, repetición de la repetición. Koons se inventó a sí mismo, y aquí reside su hazaña.
El día que Jeff dio con Koons –en el instante justo en el lugar preciso– se abrió el mar bajo sus pies y caminó sobre las aguas. Yo diría que Made in Heaven (Hecho en el cielo) obra el milagro de los panes y los puppies. Made in Heaven es el título –premonitorio– de la serie donde se dedica a la procreación con Cicciolina hasta en vallas publicitarias. No sé si este instante creativo alcanza lo sublime, pero sí lo divino. Cicciolina era fea y casi cejijunta. Koons, bello y bien dotado. El tiempo ha pasado por él, pero para bien; de Cicciolina no quedan ni las cejas. Koons ha perfeccionado ese instante sublime (orgásmico) en el que resuelve la ecuación creativa. Ahora está felizmente casado y no enseña sus vergüenzas al aire. No es un chico mono, sino un señor maduro e interesante.
El
kitsch burdo y escabroso ha perdido asperezas y brilla como un diamante. A él le gusta colgarle abalorios –Duchamp, Dalí, Picasso, Platón, minimalismo…– a la joya, pero no le hacen falta. Quizá necesita justificar todavía su éxito.
Eso, querido Jeff, sí que equivale a un fracaso. No necesita avales porque, si uno se detiene a ojear su currículum, verá que le han invitado a todas las puestas de largo: la
Documenta de Kassel, Münster, la Bienal de Venecia… No llega al paraíso de la riqueza sin antes haber recibido las bendiciones de los papas-popes del discurso. Inclusive, entra en el Palacio de Versalles. El
kitsch de hogaño arropado por Barroco de antaño. El
Guggenheim es la catedral del Barroco contemporáneo, y Koons debía entrar. Tiene razón al decir que esta es
su exposición más elegante. Le doy la razón, porque la tiene y porque no me apetece otorgársela a quienes se sienten incómodos cuando algo brilla.