Unos agujereados mocasines, unas manos tatuadas, ese chaleco salpicado de tachuelas y calaveras, la habitación de un hotel, su propia imagen en ocasiones distorsionada... Con todos esos retazos y algunos más, empleando la autorreferencialidad en su mirada, ha ido componiendo el fotógrafo Alberto García-Lix (León, 1956) ese complejo retrato de entre sus otros tantos en blanco y negro, su autorretrato, un viaje entre el pasado y el presente de su biografía.
“Si ayer fotografiaba silencios, hoy fotografío mi propia voz”, afirma.
-Sí. Cuando me puse a escribir los guiones para los vídeos que hago, me di cuenta que también estoy fotografiando mi propia voz. Realmente es un monólogo y es mi voz la que narra la historia. Es una forma de decir lo máximo con lo mínimo, es poesía.
Uno de esos autorretratos, ‘Tres moscas negras’, se proyectará durante este mes aquí, en Bilbao.
-Este vídeo que pone fin a la trilogía (Tres vídeos tristes) es una carta de amor. Lo hice en París, utilizando un teléfono móvil, y la imagen no es de muy alta calidad, pero no tiene importancia porque es una buena narración. Cuando me decidí a hacer esta última parte, me pregunté sobre qué iba a hablar. En ese momento estaba atravesando una separación sentimental y escribí una carta de amor. Precisamente redactar esos textos es lo que más me cuesta y hago un gran esfuerzo. Las otras dos partes tratan sobre mi llegada a París para llevar a cabo un tratamiento de salud, y todos ellos son producto de un momento concreto de mi vida.
¿Cómo llegó por primera vez a sus manos una cámara fotográfica?
-Recuerdo que se la pedí a mis padres la Navidad de 1975. Algunas veces mi hermano y yo corríamos en carreras de motos y teníamos un amigo que solía hacer fotos en la carrera y en los entrenamientos. Luego nos las enseñaba y nos gustaban mucho, así que yo también quise hacerlas. Al poco, me marché de casa de mis padres y empecé a usar la cámara como hobby.
¿Cuándo se dio cuenta de que pasó a ser algo más que una afición?
-Antes de decidir que quería dedicarme a ello, vi muy pronto que la fotografía dejó de ser ese hobby del que hablamos para convertirse en una pasión, la pasión de mirar. La fotografía me daba mucha libertad, nadie me decía qué quería o cómo lo quería ver, si estaba bien o mal. La independencia de la mirada fue lo que más me fascinó de la fotografía.
¿Sigue sintiendo aún esa independencia en cada fotografía?
-Diría incluso que hoy en día la siento más que nunca. Además, convertida también en presión, porque entonces no me presionaba y ahora sí. Me presiono para encontrar lo que busco, descubrir lo que quiero mirar, dialogar sobre lo que veo.
Ha contado en alguna ocasión que con el proceso fotográfico comienza un monólogo en el que se pregunta constantemente.
-Siempre. Lo primero que se pregunta uno es si lo que ve por cámara le gusta o no, que la imagen te hable, debes hacer preguntas, ver si estás demasiado lejos o demasiado cerca...
Ese monólogo transcurre para usted de manera analógica, carrete en mano. Lo intentó con la fotografía digital, ¿no era lo suyo?
-En aquel momento no. No me aportaba nada que yo quisiera y me robaba un poquito hasta la fe. Cuando hago una foto y hasta que la revelo tengo un tiempo para soñar lo que vi. Ese periodo me fascina, porque puedo mirar si encontré lo que buscaba. Si lo hiciera de forma digital estaría todo el tiempo tratando de hacer correcciones, porque en mi trabajo soy un permanente insatisfecho. Además, trabajo con una cámara de medio formato, lo que implica que tengo que componer la imagen y posicionar la cámara rápidamente. Es cierto que empleo el formato digital en mis vídeos, pero no para fotografía como tal. Y a mi edad, creo que me quedaré con el analógico (risas).
Habla de retocar las imágenes, algo muy sencillo gracias a este tipo de formato digital.
-Sí, y es más fácil falsificar sentimientos. De hecho, ese es uno de los problemas que le veo. Las fotos que son buenas siguen siéndolo, independientemente de su formato, pero con el digital siempre hay una mayor facilidad para que el fotógrafo busque la intencionalidad luego, en el retoque, y no a la hora de mirar. No obstante, también es cierto que ofrece muchísimas herramientas: enfocar, desenfocar, ennegrecer, quitar...
De pequeño solía recorrer habitualmente las innumerables salas del Museo del Prado.
-Me llevaban, más bien. Como éramos muchos hermanos, mi madre nos cogía y nos llevaba al Prado y a todos los museos de Madrid (risas). Ella aprovechaba para darnos clase y nos hablaba de la composición de las obras. Eso va creando un poso, al igual que todo el cine que vi o las revistas y libros que leí. Y ese poso, si haces un trabajo de creación, llega un momento en el que se vuelca hacia el exterior. Todo lo que te rodea te alimenta, incluso cuando eres niño y no eres del todo consciente.
¿Cómo recuerda aquel primer estudio de fotografía en el Rastro?
-Lo montó el amigo con el que vivía en ese piso, y ahí nació mi fascinación por la fotografía. Ese laboratorio me atrapó. Me parecía magia que metiendo un papel en ácido saliera lo que yo había visto. Al principio no sabes bien cómo mirar y solo buscas con la cámara. Te la llevas a los ojos y miras. Yo lo que hice fue mirar a mi entorno, a la gente de mi alrededor.
Indudablemente, su imagen ha quedado unida a la Movida madrileña.
-Es cierto que fui un actor de aquello llamado Movida, pero no he sido un fotógrafo que la haya documentado como tal, sino que hacía fotos a mi entorno cotidiano. Me alimenté de aquella atmósfera, de lo que vi y de lo que pasó. Lo que si es verdad es que si hubiera sido más listo hubiera tirado más fotos en aquella época.
¿Se arrepiente?
-Arrepentirse quizás no sea el término, pero tenía que haber sido más inteligente. Sabía que estábamos viviendo un momento muy especial, era todo nuevo. Ahora, por ejemplo, echo en falta haber sacado esa foto a ese amigo que luego nunca llegué a hacer. Me gustaría tener la documentación de todo aquello.
En 1999 recibió el Premio Nacional de Fotografía. Este año, la artista Colita lo rechazaba y afirmaba “no querer salir en la foto” con el ministro Wert.
-La entiendo y aplaudo su decisión, en mi tiempo fue diferente. La política cultural que se llevado a cabo en los últimos años ha sido nefasta. Viajo constantemente fuera del país y lo percibo perfectamente. Tenemos que volver a reconstruir la cultura y es una labor de todos, porque si no hay una sensibilidad cultural estamos perdidos. No sólo tiene que ver con ese ofensivo 21% de IVA, además hay que generar un interés por fomentar la cultura, la promoción exterior...
¿Le pesa cada vez más la cámara con el paso los años?
-Claro que pesa y hay que encontrar la predisposición, porque es una labor que supone un esfuerzo y hay que concentrarse. No obstante, la calle es una fuente infinita de imágenes que se multiplican en los ojos del fotógrafo que mira.
¿Y cómo mira ahora Alberto García-Lix?
-Es curioso, pero hoy miro con más ganas que nunca. Cuando salgo y llevo la cámara conmigo quiero mirar cualquier cosa. Para ver, solamente hay que querer mirar. Quizás mi fotografía es más abstracta, más metafísica, pero no he perdido es la ambición de mirar y recoger lo que veo.