HAY recuerdos, sensaciones que por mucho que pasen los años no se borran fácilmente de la memoria. “Mi barrio olía a galleta”, dice con orgullo Libe Irisarri, aquella niña que creció saboreando en sueños Los mimos, -galletas cubiertas de chocolate y envueltas en papel de plata- por las que se moría, pero que eran demasiado caras. “Compraba las galletas rotas, que eran más baratas”, recuerda Irisarri. “Me arrimaba a las galleteras porque me fascinaba el olor rico que tenían”. También el aroma a galleta sigue vivo en el recuerdo de Aurori Gallego, de 82 años, quien además de ser de la Ribera de Deusto, trabajó durante una década en la antigua fábrica de Artiach. “Mi marido, que entonces era mi novio, me decía: Aurori, hueles a vainilla”, comenta con una pícara sonrisa. Y es que la galletera está ligada a la historia de este zona de la villa, es parte indisoluble de la memoria de Bilbao y de un barrio singular que hoy no se resigna a olvidar lo que fue para avanzar en su desarrollo.
El olor a galleta marcó la juventud de muchas de las personas que trabajaron o vivieron en los alrededores de la fábrica de Artiach, en la Ribera de Deusto. Treinta y dos años después de que una riada anegase la empresa y fuera traslada al municipio vizcaino de Orozko, hay quien rememora aquellos dulces años. En la empresa trabajaron más de 800 empleados, la mayoría mujeres y que fueron popularmente conocidas como las galleteras. De hecho fueron de las primeras empresas en donde trabajaron ellas, el resto eran industrias metalúrgicas con tareas dirigidas a los hombres. Aurori recuerda que sus años de juventud fueron complicados. “En casa había necesidad y después de trabajar limpiando portales un día decidí acercarme por la galletera a pedir trabajo”, explica. “Tuve suerte”, comenta. Era una niña cuando se vistió por primera vez con la bata blanca. Tan solo tenía 14 años cuando pisó por primera vez la empresa. La mayor de tres hermanos le tocó ayudar a su madre. “El sueldo, 450 pesetas al mes, entregaba en casa”, relata. “Éramos muy pobres. Mi madre fue una luchadora que también trabajó en la galletera cuando estaba en Bilbao La Vieja”, cuenta.
Aurori Gallego salió de la empresa en junio del 57, después de una década elaborando envases de plástico para las galletas. Fue el año en el que se casó con Rafa y, según cuenta, “una vez desposadas las mujeres dejábamos de trabajar”. Aurori cobró la dote -a ella por diez años le correspondieron 10.000 de las antiguas pesetas-. “Muchas veces he pensado lo que habría sido de mi vida si hubiese seguido trabajando en la galletera”, dice. “No lo sabré nunca. Me quedo con los recuerdos, con el cuerno (la sirena) que sonaba para avisar a las empleadas. “Vivía al lado. Cuando sonaba a las 8.00 salía de casa y en un minuto estaba en mi puesto”, comenta.
La fábrica de galletas Artiach endulzó Bilbao durante ochenta años. La fábrica era autosuficiente, tenía su propios laboratorios, talleres de mecánica, carpintería para fabricar los envases de las galletas, guardería, e incluso una granja con 20.000 gallinas para garantizar el suministro de huevos. “La granja de gallinas no estaba aquí, yo por lo menos no la recuerdo. En cambio, sí me acuerdo los cerdos que criaban para la manteca”, rememora Aurori.
PORTÓN DE LA ZONA NOBLE Una puerta de madera daba acceso a la zona noble de la fábrica. Un espacio restringido a la que solo accedían los responsables de la empresa y los empleados de oficinas. Con dificultad, Aurori ha entrado por primera vez en este espacio, con techos altos con madera y arcos sobre pilares. “La galleteras entrábamos por un lateral”, dice Aurori. Aquí (en el acceso a la empresa) nunca había estado”, dice. Aurori suspira. Se hace un silencio. ¡Ay, cuántos años han pasado!, comenta mirando el libro Las galleteras de Deusto. Mujer y trabajo en el Bilbao Industrial, editado hace unos años por BBK y el Ayuntamiento de Bilbao. “Muchas veces he pensado qué habría sido de mí si hubiese seguido en la galletera”, apunta. Y prosigue: “No lo sabré nunca”, apostilla. Solo quedan dulces recuerdos. El ir y venir de mujeres con batas blancas y cofias, sus canciones, el verlas apoyadas en el pretil al borde la ría tomando el sol, el olor dulce que dejaban en el trolebús... mil imágenes que han quedado grabadas no solo en la retina de Libe y de Aurori, sino la de cientos de personas. Ni quiera la diabetes le impide darse un dulce capricho de vez en cuando. “No voy a dejar de comer galletas”, dicen, pero eso sí, según Aurori, el sabor de las Chiquilín, “aunque son muy ricas, no es el mismo”, lanza.