Ni rastro del divo que esperábamos encontrar. Pero es listo, tiene muchas tablas. A sus 60 años –muy bien llevados, se le ve en plena forma–, es perro viejo. Aguanta el tipo sin despeinarse la melena que luce cuando le haces preguntas comprometidas y molestas. Te devuelve el revés con respuestas más naif que sus esculturas inflables. Le preguntas por dinero, especulación, acusaciones de plagio... y te responde con la caverna de Platón y la comunión entre los seres humanos. Es la pesadilla de todo entrevistador. No hay forma de sacarlo de su guion.
–Murakami, Hirst o usted mismo son grandes empresarios, celebridades manufacturadas. ¿Cuánto de su éxito le debe al marketing? Usted se ha convertido en una marca registrada, como Coca-Cola, Apple o Nike.
–No soy una marca. He tratado de ser el mejor artista posible y mi trabajo es el reflejo de esa búsqueda. No soy ingenuo, sé el mundo en el que vivo y cómo funciona, pero en el arte creo en las ideas más allá de la comercialización.
–¿Se considera, al igual que Warhol y Dalí, su mejor creación?
–No. El espectador no interactúa conmigo, sino con mi trabajo.
–Hay mucho de exhibicionista en usted. Y no lo digo por sus desnudos en «Made in Heaven» o en «Vanity Fair». Trabajo y vida se funden en una especie de continuo reality show.
–A lo largo de la historia, el arte se ha implicado en cuestiones políticas y sociales, pero sobre todo el arte tiene que ver con la vida diaria. Es una metáfora, un símbolo de lo cotidiano, del día a día. Es ahí donde me siento cómodo.
–Da la impresión de que los coleccionistas compran sus obras por inversión, por puro negocio. En algunos casos lo hacen antes siquiera de que las produzca. ¿Le molesta?
–No. No lo podemos controlar todo. Yo trato de hacer obras que sean poderosas, fuertes, entablar ese diálogo con el arte y con el mundo del siglo XXI. Y eso también incluye a los poderes políticos y económicos.
–¿Le interesa el caché y pedigrí de sus coleccionistas? «El coleccionista valora mis obras como parte de sus éxitos», dijo en cierta ocasión.
–No sé si dije eso exactamente, pero creo que el arte es como un trofeo. Una vez que la gente observa el arte y entabla un diálogo con él, empieza a comprender su poder, a ver cómo puede cambiar sus vidas. A mí me cambió la vida ver un cuadro de Picasso [desveló ayer a la prensa que en su próxima serie quiere inspirarse en este artista].
–¿Cuál fue ese cuadro tan revelador?
–«El beso», de 1969. Es muy difícil vivir con una gran obra de arte y que no te afecte, porque se revela ante ti.
–Arte y dinero han ido siempre unidos en su carrera. Fue bróker en Wall Street para financiar sus proyectos. Alguno le llevó a la bancarrota. ¿El dinero es solo un medio para crear arte?
–He querido tener un gran impacto con mi trabajo, pero la recompensa en el arte no es el dinero. Siempre he sido un artista. A los tres años empecé a dibujar. Me licencié en Bellas Artes, me fui a Nueva York y viví la vida de un artista underground. Había que trabajar para costear mis gastos y eso me llevó a Wall Street. Pero mi diálogo con el arte nunca ha tenido que ver con el dinero. Si existe un diálogo con el dinero es debido al éxito que he tenido. El valor que otorgan a mis obras me ha permitido seguir manteniendo ese diálogo con el arte.
–Bajo la apariencia naif y frívola de sus trabajos, ¿se halla escondida una burla cínica de los nuevos ricos que compran sus obras para decorar sus mansiones o, en cambio, hay una exaltación de esa sociedad de consumo?
–Hay que tratar de no ver las cosas con prejuicios. Cuando se consigue, se minimiza la ansiedad. En la serie «Lujo y degradación» hablo de esos temas: el lujo, el poder... Pero mi trabajo tiene que ver con disfrutar de la energía de la vida.
–¿No cree arriesgado cruzar esa delgada línea que separa la apropiación y el plagio?
–Si tratas de convertirte en un mejor artista, en desarrollar una mayor libertad, un nuevo vocabulario... no es arriesgado. Si no quieres entablar ese diálogo profundo, sí sería arriesgado. Yo no he creído nunca en la apropiación, sino en el concepto del objeto encontrado, el readymade. No tengo esa sensación de apropiación. Si tengo que pedir autorización y permisos, lo hago.
–Pero ha tenido demandas y el Pompidou retiró un par de obras.
–Sí, es cierto. He sido demandado, pero no por plagio, sino por violación de copyright en una serie de hace muchos años, «Banalidad». Es un trabajo inspirado en el dadaísmo, el pop art. Las obras de los artistas del Renacimiento también hacen referencias a otras obras. Man Ray, Picasso, Duchamp, Warhol... Todo se basa en el readymade.
–La crítica se ha ensañado con usted: tildan su trabajo de kitsch, vulgar, ostentoso y de mal gusto...
–La crítica me ha apoyado muchísimo. Mi trabajo no cree en lo kitsch ni en los juicios de valor, sino en la aceptación. Si no aceptan su propia historia, la cultura les va a enajenar. Mi trabajo trata de liberar a las personas de las dudas que tengan de su historia cultural.
–¿Hay rivalidad con Damien Hirst por el trono del arte contemporáneo?
–Damien es amigo mio, no es un rival. Disfrutamos con nuestros trabajos, tenemos obras uno del otro. Nunca ha existido esa rivalidad.
–¿Pagaría 58,5 millones por uno de sus perros globo?
–Tenemos que pensar en quién ha pagado ese dinero. Sus medios económicos son tan inmensos que sería para nosotros como pagar mil dólares. Es cuestión de escala. Yo he pagado grandes cantidades de dinero por obras que quería proteger para el futuro. Coleccionar algo tan significativo como el arte, que es una fuente de información de la historia humana, es hermoso.
–¿Se ha inventado a sí mismo o es un invento de ese mago de la mercadotecnia llamado Larry Gagosian?
–Larry es amigo y un gran marchante, pero hay otros cuya relevancia en mi carreta ha sido más extrema. Es el caso de Ileana Sonnabend, cuyo apoyo fue constante. Tenía una fuerza increíble.
–Dedica dos series a personajes como Popeye y Hulk. ¿Son un alter ego de Jeff Koons? Son poderosos físicamente, rebosantes de testosterona...
–Pienso en Popeye como una imagen del poder transformador del arte. El arte es como las espinacas que consume: él se las come y se transforma. Con Hulk quería entablar un diálogo entre la cultura oriental y la occidental. Pensaba que Hulk es como un dios guardián, muy poderoso; puede ser amable o aterrador.
–Además del pop y el dadaísmo, su trabajo hunde sus raíces en el barroco.
–De niño tuve experiencias teológicas, abstracciones etéreas, visitando iglesias por Europa. El barroco tiene esa polaridad entre lo eterno y lo biológico. Adoro el barroco, es fantástico sentir conexión con artistas como Velázquez.
–¿Se ha quitado en Bilbao la espinita que tenía clavada por la cancelación de su muestra en el Guggenheim de Nueva York en 1996?
–Me siento muy feliz con esta exposición. Mis obras nunca han resultado tan elegantes y nunca ha funcionado la escala de mis obras con tanta generosidad como en este edificio. Me he dado cuenta de lo importante que es «Puppy» para la gente de Bilbao, lo bien que lo han acogido en sus vidas.