La subida al monte Kobetas se hacía estos días a pie y paso ligero, sin prestar demasiada atención a las impresionantes vistas de ese nuevo Bilbao metálico que enmarca la ría. La cabeza estaba puesta más en repasar los horarios y decidir si uno llegaba a tiempo para el concierto de las siete y cinco de los rockeros angelinos Black Rebel Motorcycle Club o si valía más compartir una cerveza a la entrada antes de ver cómo funcionaba en directo el synth-pop con crooner que prometían, desde Maryland, Future Islands. El Bilbao BBK Live volvió a convertir Kobetamendi este pasado fin de semana, y van ya diez años, en un santuario de la música popular contemporánea, una babel festivalera donde caben todos los estilos, se hablan casi todas las lenguas y se vende todo el papel, 120.000 espectadores del jueves al sábado.
El BBK invadió estos tres días la ciudad y la ciudad recibió a los de las pulseras con los brazos abiertos, por más que la pomada estuviera arriba, en Kobetamendi, y no tanto en el botxo, y eso a pesar de que la programación off de este año también salpicó calles y escenarios en casco urbano con bastante éxito. La edición de este año destacó por su insistencia en la pluralidad, alejada de su origen más rockero y dispuesta a conquistarlos a todos: al puñado de indies cuarentones que veneraron a The Jesus & Mary Chain y su Psychocandy íntegro el viernes; a una juventud emocionada con las pulseras de colores interactivas que repartió Capital Cities en su fiesta del jueves o entregada al tremendo flow de la rapera de Harlem Azealia Banks; a la legión que ovacionó al brillante cantautor británico James Bay y a Mumford & Sons sin importar que hayan incorporado ese nuevo disfraz de rock de los nuevos tiempos a su efectivo country-folkinicial; y, también, a los amantes de la buena música que degustaron con calma y reverencia ese destilado de soul y raíces americanas que fue el concierto de Ben Harper en la medianoche del viernes con el escenario central a rebosar.
Aunque hubo de todo y para todos en el BBK Live, el día grande fue, sin duda, el sábado. Y la banda de referencia, Muse. El trío inglés que lidera Matthew Bellamy lo tuvo fácil porque la multitud estaba entregada de antemano, convencidos todos de que aquel concierto amortizaría el bono de tres días. Intenso, al grano, con los éxitos esperados y sin perderse en grandilocuencias, Muse hizo el rock contundente y con aristas que se esperaba de ellos, ayudados por el juego escenográfico de un inmenso videowall que evocó una distopía orwelliana de guerra y estado policial, en la línea de su último disco,Drones. Hubo lluvia de confetti y serpentinas en Mercy, y una poderosa traca final con Uprising y Knights of Cydonia, en los bises.
A pesar de tener que recortar el show, los islandeses Of Monsters and men y su indie folk para-la-Tierra-Media con nuevo disco recién salido también estuvieron muy acertados. El viernes fue un día extraño, de guardar fuerzas para el siguiente y tomárselo con mucha calma. Ayudó a esa sensación de reposado el recital de Ben Harper y, en especial, la inodora, insabora e insípida presencia de los históricos The Jesus & Mary Chain en el escenario grande interpretando ese album cimero en la historia de la música contemporánea. La propuesta, cierto, mantuvo la dignidad, pero los hermanos Reid fueron incapaces de meterse en la piel que habitaron hace treinta años, como aquel anciano que no logra reconocerse en las fotos del album familiar. Indiferencia entre el público salvo el citado puñado de incondicionales rendidos y cierta pena de ver que donde hubo rabia y violencia hoy sólo queda apatía y una imposible regresión al caos.
Lejos de los grandes nombres, merecieron especial aplauso un puñado de actuaciones que incluirían, sin agotar el programa, a Alt-J y The Ting Tings en el lado de los modernos o a los Vintage Trouble (premio al frontman del mes para Ly Taylor) y The Cat Empire en los palos clásicos del blues-rock y el fiestón ska, respectivamente.
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