Viajar de Bilbao a Vitoria en helicóptero para visitar al lehendakari y luego darse una vuelta y conocer Euskadi a vista de pájaro podría figurar entre las más legendarias bilbainadas, que así se denomina el gusto local por la megalomanía inofensiva. Sucedió en abril de 1991, en una de las primeras tomas de contacto previas a la firma en 1994 del Acuerdo de Gestión entre la
Fundación Solomon R. Guggenheimy las autoridades vascas. Aquel pacto, del que el próximo domingo se cumplen 20 años, se ha renovado por dos décadas más.
“Tom [
Thomas Krens, zar de la institución neoyorquina entre 1988 y 2008, hasta su salida por un enfrentamiento con el patronato] quedó tan impresionado por el recibimiento que decidió que se haría en Bilbao”, recuerda
Carmen Giménez, mujer clave en el arte español y responsable última de aquel sobrevuelo. Giménez había conocido a Krens en los ochenta, década en la que esta desarrolló, con el apoyo del ministro Javier Solana, un influyente programa al frente del Centro Nacional de Exposiciones, germen del Reina Sofía. Cansada de la política cultural, aceptó el cargo de conservadora del arte del siglo XX de la institución neoyorquina, cuya sede de la Quinta Avenida, tan exquisita como limitada, obligaba a la expansión para garantizar su supervivencia.
Con los intentos de abrir sedes en Salzburgo y Massachussets en vía muerta, España (“que fascinaba a Krens por su modernidad y dinamismo”, recuerda Giménez) pareció una buena idea... sí, pero ¿dónde? Las primeras reuniones las organizó Giménez con directivos del Banco Bilbao Vizcaya. Se pensó en un emplazamiento en la calle de Alcalá de Madrid, pero los planes se truncaron. Se coqueteó con Barcelona, Sevilla y Santander, aunque ninguna ciudad ofreció la complicidad política de Bilbao. Gran parte del entusiasmo se debió a
Juan Luis Laskurain, diputado de Hacienda. “Fue [el historiador] Alfonso de Otazu quien nos recomendó que fuésemos a los que gestionaban el dinero y no a los responsables de Cultura”, justifica Giménez.
Aquel consejo define bien el devenir del proyecto museístico, que desde el primer momento primó los aspectos económicos sobre los artísticos. “En el ánimo inicial no estaba ilustrar a las masas bilbaínas [los vizcaínos son el 10% de los visitantes], sino relanzar la ciudad en un momento crítico. Y Laskurain tuvo el olfato”, afirma Iñaki Esteban, periodista de El Correo y autor de El efecto Guggenheim. Del espacio basura al ornamento (Anagrama, 2007), sorprendente mezcla de ensayo filosófico e investigación periodística.
El Bilbao de finales de los ochenta era una ciudad desalentada, acosada por la reconversión industrial, la conflictividad social y la heroína, una ruina tiznada por las últimas bocanadas de los Altos Hornos de Vizcaya y un desastre en términos urbanos y de imagen. “El País Vasco por aquel entonces era en EE UU conocido básicamente por la crisis y el terrorismo”, recuerda Laskurain.
La reanimación arrancó en realidad con los proyectos de construcción del metro, el saneamiento del Nervión, un enorme estercolero, y la truncada puesta en marcha de un centro de arte contemporáneo pensado por Jorge de Oteiza y Francisco Javier Sáenz de Oiza con forma de cubo de cristal en el viejo almacén de vinos de la Alhóndiga. “Krens sopesó la idea de usar ese edificio, pero prefirió construir un monumento”, explica Laskurain, que acompañó al gestor en aquella excursión en helicóptero y fue testigo de la noche en que “tras cenar en un restaurante, Krens pidió volver andando al hotel y tuvo una revelación con el espacio, entonces conocido como la Campa de los Ingleses, donde se levantaría el Guggenheim”.
El Ayuntamiento hizo las gestiones para disponer del terreno de Abandoibarra en que erigir el diseño de Frank Gehry, elegido en un concurso con tres candidatos. De aquella justa salió triunfador un arquitecto, pero también un material: el titanio, que recubrió el icono y sirvió de símbolo al efecto Guggenheim, convertido rápidamente en un mito planetario de regeneración urbanística con coartada cultural rara vez reproducido; unas 130 ciudades se han dirigido desde entonces a la fundación neoyorquina.
El Gobierno vasco se involucró rápidamente con la Diputación en el proyecto, con Joseba Arregi como consejero de Cultura. Socios del Guggenheim Bilbao desde entonces, ambas administraciones pagaron a la fundación neoyorquina 20 millones de dólares, desembolsados en dos partes, en 1992 y 1993, por el disfrute de la colección durante 20 años.
Aquella alianza haría necesario el apoyo en el parlamento vasco del Partido Socialista, que impuso como condición que la superficie del edificio se redujese a la mitad. Gehry solo aceptó acortar su sueño en una tercera parte. Inaugurado en 1997, acabó costando 100 millones de euros y se entregó, por inaudito que resulte, en tiempo y forma.
“El resto de los partidos y gran parte de la opinión pública se opuso ferozmente al Guggenheim”, recuerda Laskurain, que dejó en 1992 el barco para trabajar en el Tribunal Vasco de Cuentas, pero dejó al timón a su colaborador Juan Ignacio Vidarte, director general del museo desde su apertura en 1997. “Era la mejor opción, como ha demostrado su excepcional trabajo”, opina Giménez. “A mí me ofreció Krens ese puesto. Recuerdo cuando le dije que no, estuvimos discutiendo hasta las dos de la mañana. Ni siquiera encendimos la luz, tanta era la tensión”.
Vidarte, 18 años en el cargo y superviviente de un par de escándalos (entre ellos, un desfalco de medio millón de euros por un miembro de su equipo), ha pasado la semana en Nueva York, donde el patronato de la Fundación Guggenheim aprobó la prórroga, que ya había recibido el visto bueno de sus homólogos bilbaínos. Vidarte ve la renovación “como un reconocimiento a la labor que se ha hecho en este tiempo”. “Ahora comienza una relación mucho más equilibrada, más de colaboración que de tutelaje”.
El pacto, que se sustancia en un pago de 1,92 millones anuales, incluye, entre otras cosas, que Bilbao cuente con la figura de un conservador del museo neoyorquino de modo permanente, así como el derecho a una presentación cada dos años de obras de la colección (del estilo de la que llena estos días casi todo el espacio de las salas del edificio de Gehry). También implica retomar la aportación, que la crisis interrumpió, de seis millones de euros anuales de Diputación y Gobierno vasco para adquisiciones de la aún modesta colección permanente, que cuenta con unas 130 piezas. La sede bilbaína, que recibió 931.000 visitantes en 2013, extranjeros en un 65%, contará en 2015 con un presupuesto de 27,7 millones, autofinanciado en un 70%.
“Esperemos que se aliente la producción científica desde dentro del museo como prometen, y que sean capaces de algo más que recibir muestras ajenas”, explica el escultor Txomin Badiola en su estudio bilbaíno. Badiola, uno de los primeros creadores vascos a los que el museo compró obra para la colección, mantuvo una actitud escéptica durante el proceso, como casi todo el sistema artístico de la ciudad, que reclamaba una mayor atención al contexto vasco.
Esa oposición se siente aún en el tejido creativo de base de la ciudad, que bulle, ajeno al museo, con propuestas como ColaBoraBora (uno de cuyos miembros, Ricardo Antón, cree que la institución ha contribuido a perpetuar el “monocultivo cultural”) o Consonni, agencia nacida el año en que fue inaugurado el centro. Su directora, María Mur, opina que el museo se hizo y aún se hace a espaldas de la ciudad. “Se ha conseguido que los bilbaínos integren al Guggenheim en su imaginario hasta el punto de que es una de las tres cosas con las que no te puedes meter aquí (las otras son el Athletic y la Virgen de Begoña), pero creo que el Guggenheim no ha hecho el esfuerzo por asimilar a la ciudadanía”.